De reyes a políticos, de esclavos a ignorantes, los que nos enseña Huckleberry Finn de Mark Twain, más de 100 años y no ha cambiado mucho

Mark Twain

Cuando era niño (antes de aprender a leer), tenía una colección de clásicos ilustrados de la literatura universal, entre ellos estaba Tom Sawyer (1876) de Mark Twain, y era mí libro favorito. Años más tarde, encontraría en una librería de segunda mano “El forastero misterioso” (Twain, 1916), obra póstuma del autor y que se centra en sus ideas acerca del sentido moral y la raza humana, el personaje principal dice ser el sobrino de Satanás, una lectura interesante para los que les gusta la crítica social de la raza humana (en lo personal, este libro me gustó mucho). No volví a toparme con Twain, hasta hace poco que leí “El Barco Fluvial” de Philip José Farmer, novela donde Twain es el protagonista de la novela. A partir de ahí, tenía ganas de leer a Twain, un día en una de mis visitas a las librerías de segunda mano, me encontré con Huckleberry Finn (1884), considerada la primera novela moderna de la literatura estadounidense y la obra maestra de Twain, el libro es una sátira a la esclavitud que existía en el sur de los EE.UU. cuando se publicó la obra. Para mí, es además, hoy en día, un ejemplo de que la ignorancia nos hace esclavos, así como la educación nos da la libertad y mejor calidad de vida. Así, la ignorancia del pueblo, se convierte en el alimento de los gobernantes.

Imagen de mí edición de Tom Sawyer

A continuación, les dejo algunos pasajes y fragmentos de la obra:

Lo que significaba ser blanco y andar con un negro libre:
––Y, ¿cómo es que estás tú aquí, Jim, cómo has llegado? Pareció ponerse nervioso y no dijo nada durante un minuto. Después va y dice:
––A lo mejor más vale que no te lo cuente.
––¿Por qué, Jim?
––Bueno, hay motivos. Pero tú no te chivarías si te lo contara, ¿verdad, Huck?
––Por éstas que no, Jim.
––Bueno, te creo, Huck. Me... me he escapado.
––¡Jim!
––Pero acuérdate que dijiste que no lo dirías... sabes que dijiste que no lo dirías, Huck.
––Bueno, es verdad. Dije que no y lo mantengo. De verdad de la buena. La gente me llamará maldito abolicionista y me despreciará por no decir nada, pero no me importa. No voy a acusarte y de todos modos nunca voy a volver allí. Así que ahora cuéntamelo todo.

Huck y Jim

En este fragmento, los personajes se encuentran con dos estafadores cirqueros, que les dicen que son un duque y un rey, el primero se presenta de la siguiente manera:
––De oficio, soy oficial de imprenta; trabajo de vez en cuando en medicinas sin receta; actor de teatro: tragedia, ya sabes; de vez en cuando algo de mesmerismo y frenología, cuando hay una posibilidad; maestro de canto y de geografía para variar; una charla de vez en cuando... Bueno, montones de cosas; prácticamente todo lo que se presenta, siempre que no sea trabajo. ¿En qué te especializas tú?

Los reyes son simplemente como los políticos, los pobres e ignorantes pueden aguantar a unos cuantos, pero que no se pasen:
––Huck, ¿crees que vamos a encontrarnos con más reyes de éstos en este viaje?
––No ––respondí––. Supongo que no.
––Bueno ––continuó él––, entonces vale. No me importan uno o dos reyes, pero no quiero más.


Este fragmento que es un poco largo, se debe a que es parte de 2 capítulos, pero relata y describe a la perfección “la borregues” del pueblo:
Boggs llegó hasta la tienda mayor del pueblo, bajó la cabeza para ver por debajo de la cortina del toldo y gritó:
––¡Sal aquí, Sherburn! Sal a ver al hombre al que has estafado. Eres el perro al que estoy buscando, ¡y también a ti te voy a llevar por delante!
Y así continuó, llamando a Sherburn todo lo que se le ocurría, con toda la calle llena de gente que escuchaba y se reía y se divertía. Al cabo de un rato un hombre de aspecto arrogante de unos cincuenta y cinco años (y era con mucho el mejor vestido del pueblo) sale de la tienda y la gente se hace a los lados de la calle para dejarlo pasar. Dice a Boggs, todo tranquilo y con calma:
––Estoy harto de esto, pero voy a soportarlo hasta la una. Hasta la una, fíjate: no más. Si vuelves a abrir la boca contra mí una sola vez después de esa hora, por muy lejos que te vayas, te encontraré.
Y se da la vuelta y vuelve a entrar. La gente pareció calmarse mucho; nadie se movió y no volvió a oírse ni una risa. Boggs se marchó maldiciendo a Sherburn a voz en grito por toda la calle; y poco después se volvió y se paró delante de la tienda, siempre con lo mismo. Algunos de los hombres se pusieron a su lado y trataron de hacer que se callara, pero no quiso; le dijeron que faltaba un cuarto de hora para la una, de forma que tenía que irse a casa; tenía que irse inmediatamente. Pero no valió de nada. Siguió jurando con todas sus fuerzas y tiró el sombrero al barro, hizo que su caballo lo pisoteara y después volvió a marcharse gritando por la calle, con el pelo canoso al viento. Todos los que pudieron hablar con él hicieron lo posible para convencerlo de que se apeara para que pudieran encerrarlo y serenarlo, pero no valió de nada: volvía calle arriba para seguir maldiciendo a Sherburn. Después a alguien se le ocurrió:
––¡Id a buscar a su hija! Rápido, a buscar a la hija; a veces a ella le escucha. Si hay alguien que pueda convencerlo, es ella.
Así que alguien salió corriendo. Yo bajé la calle un poco y me paré. Cinco o diez minutos después volvió a aparecer Boggs, pero no a caballo. Venía tambaleándose por la calle hacia mí, sin sombrero, con un amigo a cada lado agarrándolo del brazo y metiéndole prisa. Estaba callado y parecía intranquilo, y no se resistía, sino que también él corría. Alguien gritó:
––¡Boggs!
Miré a ver quién lo había dicho, y era aquel coronel Sherburn. Estaba perfectamente inmóvil en la calle, con una pistola levantada en la mano derecha, sin apuntarla, sino con el cañón mirando al cielo. En aquel mismo momento vi que llegaba corriendo una muchacha y con ella dos hombres. Boggs y los hombres se dieron la vuelta para saber quién lo había llamado; al ver la pistola los hombres saltaron a un lado y el cañón de la pistola fue bajando lentamente hasta ponerse a nivel: con el gatillo amartillado. Boggs levantó las manos y gritó: «¡Ay, señor, no dispare!» ¡Bang! Se oyó el primer disparo y Boggs se tambaleó hacia atrás, echando las manos al aire; ¡bang! sonó el segundo y se cayó de espaldas al suelo, todo de golpe, con los brazos abiertos. La muchacha dio un grito, llegó corriendo y se lanzó hacia su padre, llorando y diciendo:
«¡Ay, lo ha matado, lo ha matado!» La gente fue formando grupo en torno a ellos, abriéndose paso a empujones, alargando el cuello para tratar de verlo, mientras los que estaban más cerca intentaban echarlos atrás, gritando: «¡Atrás, atrás! ¡Necesita aire, necesita aire! »
El coronel Sherburn tiró la pistola al suelo, se dio la vuelta y se marchó.
Llevaron a Boggs a una pequeña farmacia, con toda la gente también en grupo y con todo el pueblo detrás, y yo me eché a correr y conseguí un buen sitio en la ventana, donde estaba cerca y podía ver lo que pasaba. Lo tendieron en el suelo, le pusieron una gran Biblia bajo la cabeza y le abrieron otra sobre el pecho; pero primero le abrieron la camisa y vi dónde había entrado una de las balas. Dio como doce suspiros largos, levantando la Biblia con el pecho cuando trataba de respirar y bajándola cuando echaba el aire, y después se quedó inmóvil; había muerto. Entonces separaron de él a su hija, que gritaba y lloraba, y se la llevaron. Tendría unos dieciséis años y una cara muy agradable, pero estaba palidísima y llena de miedo.
Bueno, en seguida llegó todo el pueblo y la gente trataba de colarse, empujaba y se abría camino como podía para llegar hasta la ventana y echar un vistazo, pero la gente que ya estaba allí no quería marcharse y los que había detrás decían todo el tiempo: «Vamos, chicos, ya habéis visto bastante; no está bien ni es justo que os quedéis ahí todo el tiempo y no le deis una oportunidad a naide; los demás también tenemos nuestros derechos, igual que vosotros».
Se pusieron a discutir mucho, así que yo me marché, pensando que iba a haber jaleo. Las calles estaban llenas y todo el mundo muy nervioso. Todos los que habían visto los disparos contaban lo que había pasado, y había un gran grupo en torno a cada uno de aquellos tipos, y la gente alargaba el cuello para escuchar.
Un hombre alto y desgarbado, con el pelo largo, un gran sombrero alto de piel blanca en la cabeza y un bastón de puño curvo, iba señalando en el suelo los sitios donde habían estado Boggs y Sherburn y la gente lo seguía de un sitio para otro o miraba todo lo que hacía, moviendo las cabezas para mostrar que comprendían e inclinándose un poco, con las manos apoyadas en los muslos para ver cómo señalaba los sitios en el suelo con el bastón; y después se volvió a erguir, muy tieso y rígido donde había estado Sherburn, frunciendo el ceño y pasándose el ala del sombrero encima de los ojos y gritó: « ¡Boggs! », y después bajó el bastón hasta ponerlo a nivel y dijo ¡«Bang»!, se echó atrás, volvió a decir «¡Bang!» y se dejó caer al suelo de espaldas. La gente que lo había visto dijo que lo había hecho perfectamente; que así exactamente habían pasado las cosas. Entonces por lo menos una docena de personas sacaron botellas y lo invitaron.
Bueno, al cabo de un rato alguien dijo que habría que linchar a Sherburn. Después de un minuto decía lo mismo todo el mundo, así que se marcharon, rabiosos, gritando y arrancando todas las cuerdas de tender la ropa que veían para colgarlo con ellas.


Fueron en enjambre a casa de Sherburn, gritando y aullando como indios, y todo el mundo tenía que apartarse o echar a correr para que no los atropellaran y los pisotearan, y resultaba terrible verlo. Los niños iban corriendo delante de la multitud, gritando y tratando de apartarse, y en todas las ventanas del camino había mujeres que asomaban la cabeza y chicos negros en cada árbol y negros y negras adultos que miraban por encima de todas las vallas, y en cuanto llegaba la horda cerca de ellos, se apartaban y salían fuera de su alcance. Muchas de las mujeres y de las muchachas lloraban y gritaban, medio muertas del susto.
Llegaron frente a la valla de Sherburn, tan apretados que no cabía ni un alfiler y armando un ruido que no podía uno oír ni lo que pensaba. Era un patio pequeño de unos veinte pies. Alguien gritó: «¡Tirad la valla!
¡Tirad la valla!» Luego se oyó un ruido de maderas rotas, arrancadas y aplastadas y cayó la valla, y el primer grupo de la multitud empezó a entrar igual que una ola.
Justo entonces Sherburn aparece en el tejado del porchecito de la fachada, con una escopeta de dos cañones en la mano, y ahí se queda, tan tranquilo y calmado, sin decir ni palabra. Se terminó la escandalera y la ola de gente se echó atrás. Sherburn no dijo ni una palabra; se quedó allí, mirando hacia abajo. Aquel silencio daba nervios y miedo. Sherburn recorrió la multitud lentamente con la vista, y cuando tropezaba con los ojos de alguien éste intentaba aguantarle la mirada, pero no podía; bajaba los ojos, como si se le hubiera colado dentro. Y al cabo de un momento Sherburn como que se echó a reír, pero no con una risa agradable, sino con una de esas que le hace a uno sentir como si estuviera comiendo pan en el que se ha mezclado arena.
Y después va y dice, lento y despectivo:
––¡Mira que venir vosotros a linchar a nadie! Me da risa. ¡Mira que pensar vosotros que teníais el coraje de linchar a un hombre! Como sois tan valientes que os atrevéis a ponerles alquitrán y plumas a las pobres mujeres abandonadas y sin amigos que llegan aquí, os habéis creído que teníais redaños para poner las manos encima a un hombre. ¡Pero si un hombre está perfectamente a salvo en manos de diez mil de vuestra clase...! Siempre que sea de día y que no estéis detrás de él.
»¿Que si os conozco? Os conozco perfectamente. He nacido y me he criado en el Sur, y he vivido en el Norte; así que sé perfectamente cómo sois todos. Por término medio, unos cobardes. En el Norte dejáis que os pisotee el que quiera, pero luego volvéis a casa, a buscar un espíritu humilde que lo aguante. En el Sur un hombre, él solito, ha parado a una diligencia llena de hombres a la luz del día y les ha robado a todos.
Vuestros periódicos os dicen que sois muy valientes, y de tanto oírlo creéis que sois más valientes que todos los demás... cuando sois igual de valientes y nada más. ¿Por qué vuestros jurados no mandan ahorcar a los asesinos? Porque tienen miedo de que los amigos del acusado les peguen un tiro por la espalda en la oscuridad... que es exactamente lo que harían.
»Así que siempre absuelven, y después un hombre va de noche con cien cobardes enmascarados a sus espaldas y lincha al sinvergüenza. Os equivocáis en no haber traído con vosotros a un hombre; ése es vuestro error, y el otro es que no habéis venido de noche y con caretas puestas. Os habéis traído a parte de un hombre: ese Buck Harkness, y si no hubierais contado con él para empezar, se os habría ido la fuerza por la boca.
»No queríais venir. A los tipejos como vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. A vosotros no os gustan los problemas ni los peligros. Pero basta con que medio hombre, como ahí, Buck Harkness, grite
¡A lincharlo, a lincharlo! y os da miedo echaros hacia atrás, os da miedo que se vea lo que sois: unos cobardes, y por eso os ponéis a gritar y os colgáis de los faldones de ese medio hombre y venís aquí gritando, jurando las enormidades que vais a hacer. Lo más lamentable que hay en el mundo es una turba de gente; eso es lo que es un ejército: una turba de gente; no combate con valor propio, sino con el valor que les da el pertenecer a una turba y que le dan sus oficiales. Pero una turba sin un hombre a la cabeza da menos que lástima. Ahora lo que tenéis que hacer es meter el rabo entre las piernas e iros a casa a meteros en un agujero.
Si de verdad vais a linchar a alguien lo haréis de noche, al estilo del Sur, y cuando vengáis, lo haréis con las caretas y os traeréis a un hombre. Ahora, largo y llevaos con vosotros a vuestro medio hombre.
Al decir esto último se echó la escopeta al brazo izquierdo y la amartilló.
El grupo retrocedió de golpe y después se separó, y cada uno se fue a toda prisa por su cuenta, y Buck Harkness fue detrás de ellos, con un aire bastante derrotado. Yo podría haberme quedado si hubiera querido, pero no quería.


Un relato conmovedor:
Pero aquella vez no sé cómo me puse a hablar con él de su mujer y sus hijos y después de un rato va y dice:
––Me siento tan mal porque he oído allá en la orilla algo así como un golpe, o un portazo, hace un rato, y me recuerda la vez que traté tan mal a mi pequeña Lizabeth. No tenía más que cuatro años y le dio la ascarlatina y las pasó muy mal; pero se puso güena y un día voy y digo, dije:
»––Cierra esa puelta.
»Y no la cerró; se quedó allí, como sonriéndome. Me cabreé y le vuelvo a decir muy alto, voy y digo, dije:
»––¿No me oyes? ¡Cierra esa puelta!
»Y ella seguía allí, como sonriéndome. ¡Y yo con un cabreo! y dije:
»––¡Te vas a enterar!
»Y voy y le pego una bofetá que la tiro de espaldas. Entonces fui a la otra habitación y tardé en volver unos diez minutos, y cuando volví allí estaba la puelta todavía abierta, y la niña allí mismo, mirando al suelo y quejándose y llorando. ¡Dios, qué cabreo! Iba a darle otra vez, pero justo entonces, porque era una puelta que se abría hacia adentro, justo entonces va el viento y la cierra de un portazo detrás de la niña, ¡baaam! ¡Y te juro que la niña ni se movió! Casi me quedo sin aliento; y me sentí tan... no sé cómo me sentí. Salí de allí todo temblando y voy y abro la puelta mu despacio y meto la cabeza justo detrás de la niña, sin hacer ni un ruido, y de repente digo: «¡Baaam! lo más alto que puedo. ¡Y ni se movió! Ay, Huck. Me eché a llorar y la agarré en brazos diciendo: «¡Ay, probecita! ¡Que el Señor y todos los santos perdonen al pobre Jim, porque él nunca se va a perdonar mientras viva! » Ay, se había quedado sordomuda, Huck, sordomuda del todo, ¡y yo tratándola así!


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