Racismo y discriminación de los mexicanos a sus propios paisanos
No existe nada más triste, que leer noticias sobre funcionarios públicos en México mostrando su desprecio por los propios mexicanos, de "indios" no los bajan, se burlan y los humillan cuando menos. Estas personas, no son rubios ni de ojos azules, es más, en su mayoría, son morenos, bajitos y feos; pero se sienten europeos, y según presumen: sangre española corre a través de sus venas.
Esto no es solo en México, pasa en Estados Unidos, donde a sus indios norteamericanos los tienen depositados en reservas, así como los aborígenes en Australia, y sucederá lo mismo en el resto de América Latina.
Racismo y discriminación por los mismos paisanos, para mi, esto es una señal, de que las personas que son racistas y discriminan, y no temen mostrar su desprecio por sus congéneres, se debe a porque esto es un reflejo de que ellos mismos se odian, despreciándose a si mismos y a sus orígenes.
Recientemente, acabo de terminar de leer, Azteca, una novela publicada en 1980, del autor Gary Jennings. La novela narra los relatos de un anciano Azteca que cuenta con detalle la historia de su vida, y con ella las costumbres de su pueblo antes de la llegada de los españoles. Además, cuenta la caída de Tenochtitlán, y los cambios sociales que se dieron en México sobre los indios y la llegada de los españoles.
Cabe destacar que el autor vivió durante doce años en México realizando investigaciones para escribir la novela.
Recomiendo bastante leer dicha novela, una obra que ya se encuentra entre mis libros favoritos. A continuación, les dejo un pasaje de la novela, que describe a la perfección, un hecho histórico que prevalece en la cultura racista:
Aunque odiaba a Cortés tanto como a mí mismo por la asociación que tenía con él, me detuve de comentar o hacer cualquier cosa que pudiera enfurecerlo y poner en peligro mi situación de por sí frágil, pues en uno o dos años más habría muchos de mis compañeros que con gusto me sustituirían como intérpretes de Cortés y que lo podrían hacer perfectamente. Cada vez más y más gente mexica y de otros pueblos de la Triple Alianza, y fuera de ésta también, se estaba apresurando a aprender el español y a convertirse al Cristianismo, no lo hacía por obsequiosidad, sino por ambición y hasta por necesidad. Cortés había promulgado una ley que decía que ningún «indio» podría tener una posición mayor de la de un obrero a menos de que fuera un cristiano confirmado y hablara con soltura el lenguaje de los conquistadores.
Los españoles ya me conocían a mí como Don Juan Damasceno y a Malintzin como Doña Marina y a las concubinas de los españoles como Doña Luisa y Doña María Inmaculada y nombres por estilo, y algunos nobles habían sucumbido a la tentación de las ventajas que podían gozar siendo cristianos y hablando el español; por ejemplo, el que antes había sido el Mujer Serpiente, llegó a ser Don Juan Tlacotl Velázquez, pero como era de esperarse, muchos de los que una vez fueron pípiltin, desde Cuautémoc para abajo, desdeñaron la religión de los hombres blancos, sus lenguajes y sus nombres. Sin embargo, a pesar de lo admirable de su posición, eso fue un error, pues no les dejó nada más que su orgullo. Fue la gente de la clase baja, la de la clase media más baja y aun los esclavos de la clase tlacotli, los que asediaban a los frailes misioneros y capellanes para ser instruidos en el Cristianismo y para ser bautizados con nombres españoles. Ellos fueron los que aprendieron a hablar el español y los que con gusto entregaban a sus hermanas e hijas como pago a los soldados españoles que tenían la inteligencia y educación suficiente como para enseñarles.
Así fue cómo los seres más mediocres y las piltrafas de la sociedad al carecer de un orgullo nato pudieron librarse a sí mismos de esas labores pesadas y se pusieron al frente de ellas, sobre todos aquellos quienes en días pasados habían sido sus superiores, sus gobernante, hasta sus dueños. A todos esos oportunistas «blancos por imitación», coaio les llamábamos nosotros, se les concedieron más adelante puestos en el creciente gobierno de la ciudad, y fueron hechos jefes de los pueblos circunvecinos, y hasta de algunas provincias sin importancia. Eso pudo haberse considerado como algo digno de admiración: que un don nadie progresara y se levantara hasta llegar a la eminencia, si no fuera porque no me puedo acordar de uno solo de esos hombres que utilizara su eminencia para el bien, de todo aquel que fuera él mismo. De pronto se encontraba por encima de todos los que antes habían sido sus superiores e iguales y hasta allí llegaba toda su ambición. Ya sea que hubiera adquirido el puesto de gobernador provincial o sólo el de velador de alguna obra en construcción, se convertía en un déspota para todos los que estaban bajo su mando. El velador podía denunciar como flojo o borracho a cualquier trabajador que no se congraciara con él, o que no lo sobornara con regalos, y podría condenar a aquel obrero desde que lo marcaran en las mejillas hasta que lo ahorcaran. El gobernador humillaba a los que en un tiempo habían sido señores y señoras y que para entonces eran cargadores de basura y barrenderos de las calles, mientras que obligaba a sus propias hijas a someterse a lo que ustedes los españoles llaman «los derechos de señorío». Sin embargo, con toda justicia debo decir que la nueva nobleza de cristianos que hablaban el español, se comportaban de igual manera con todos sus paisanos. Así como humillaban y atormentaban a los que antes habían pertenecido a las clases más altas, también maltrataban a las clases bajas de las que ellos mismos provenían. Hacían la vida de todos, a excepción de las de sus superiores, mucho más miserable de lo que desde hacía años había sido el más miserable de los esclavos. Y aunque toda esa nueva sociedad puesta al revés no me afectaba en lo personal, sí me preocupaba al darme cuenta de que, como le dije a Beu: «¡Esos blancos por imitación son la gente que escribirá nuestra historia en el futuro!»
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