Los Doors no se prostituyen
De izquierda a derecha: Jon Densmore, Robbie Krieger, Ray Manzarek y Jim Morrison
Hoy ha salido publicado en el periódico El País, un artículo firmado por Diego A. Manrique sobre la comercialización de canciones clásicas de bandas míticas como The Doors en los anuncios publicitarios:
Los Doors no se venden. Ni se alquilan. Al menos, mientras su baterista, John Densmore, pueda evitarlo. Recordarán el conflicto de la franquicia: hacia 2003, el organista Ray Manzarek y el guitarrista Robbie Krieger se postularon como The Doors of the 21st Century; al frente, un clon de Jim Morrison, el inglés Ian Astbury.
Densmore se opuso al sacrilegio; eventualmente, debieron rebautizarse como Riders on the Storm. Luego, John hizo algo más radical: rechazó la oferta de Cadillac para utilizar el iniciático Break on through en un spot.
Despreció, atención, 15 millones de dólares. Hubo gritos de consternación. De Manzarek y Krieger, claro, pero también de una industria musical incrédula, adicta a las alianzas con grandes corporaciones: "No estás siendo realista, John". Finalmente, los millones cayeron sobre Led Zeppelin: esos anuncios de unos vehículos que consumen combustible con avidez tenían como fondo el abrasador Rock and roll.
Densmore está solo en su postura. Hasta los herederos de Morrison exigían que el negocio concluyese. Negocios, en plural, ya que también desechó otras ofertas bestiales de Apple y diversos perfumistas que necesitaban recurrir al erotizante Light my fire.
Pero Densmore intuye que el espíritu del difunto está de su lado. En vida de Morrison, los instrumentistas aprobaron el empleo de Light my fire para publicitar un modelo de Buick. Cuando el vocalista volvió de sus vacaciones, se indignó. Avisó que, si el anuncio seguía adelante, él destrozaría un coche Buick en cada concierto. Se devolvieron los 50.000 dólares acordados y pactaron un acuerdo restrictivo: cualquier cesión de sus grabaciones requería el voto unánime de los cuatro miembros.
John considera que esa música es sagrada, no diseñada para promocionar desodorantes o móviles. A la larga, acierta: la mística de los Doors se mantiene gracias a no cohabitar con intereses espurios. A corto plazo, el veto va contra el primer mandamiento estadounidense, el "hazte rico, lo más rico que puedas". Densmore reconoce que su derecho a la inmortalidad deriva de una casualidad: de no cruzarse con el genio dionisiaco de Jim Morrison, habría terminado tocando bossa y jazz ligero en cualquier hotel. Y lo mismo saben sus compañeros. Lo demostraron con dos infelices discos hechos tras la muerte de Jim.
Ya ven, uno de esos irredentos de los sesenta que no creen en la acumulación de bienes. John Densmore vive confortablemente con las regalías discográficas y los derechos editoriales de The Doors. No necesita comprar una mansión en la playa, un nuevo barco o lo que sea el último símbolo de riqueza en California.
Pocos comparten esa idea de que las canciones deben mantenerse inmaculadas. Tom Waits sí defendió a Densmore: "Las empresas vampirizan el sentido de las canciones, las impregnan con las promesas de que la vida será mejor con sus productos".
Otros resistentes son Springsteen, los Eagles, Santana, Neil Young. Se lo pueden permitir, cierto, aunque no siempre estén a la altura de sus principios: Young actuó en Rock in Rio, que es una orgía de patrocinios, branding y mercadotecnia. Y lo pagó, por cierto: los locutores de TVE que transmitían el festival se burlaron de sus pintas; aquel andrajoso jipi daba el cante en semejante pasarela.
Como siempre, prostituirse es una decisión personal; pocos lo hacen por gusto. En el caso del pop más reciente, hasta los que alardean de independencia son empujados a tragar. Malvenden sus canciones a agencias publicitarias, actúan en eventos que identifican lo indie con tal bebida, como parte de una estrategia secreta, a veces con planteamientos clasistas y racistas. Hubo un programa de TV, Hotel Babylon, que patrocinaba una cerveza cuyo nombre prefiero olvidar. En 1995, la central de Ámsterdam mandó un fax a la productora londinense: se estaba torpedeando el plan de marketing, atrayendo a "demasiados negros". Es ese tipo de indignas realidades lo que John Densmore consigue esquivar.
Densmore se opuso al sacrilegio; eventualmente, debieron rebautizarse como Riders on the Storm. Luego, John hizo algo más radical: rechazó la oferta de Cadillac para utilizar el iniciático Break on through en un spot.
Despreció, atención, 15 millones de dólares. Hubo gritos de consternación. De Manzarek y Krieger, claro, pero también de una industria musical incrédula, adicta a las alianzas con grandes corporaciones: "No estás siendo realista, John". Finalmente, los millones cayeron sobre Led Zeppelin: esos anuncios de unos vehículos que consumen combustible con avidez tenían como fondo el abrasador Rock and roll.
Densmore está solo en su postura. Hasta los herederos de Morrison exigían que el negocio concluyese. Negocios, en plural, ya que también desechó otras ofertas bestiales de Apple y diversos perfumistas que necesitaban recurrir al erotizante Light my fire.
Pero Densmore intuye que el espíritu del difunto está de su lado. En vida de Morrison, los instrumentistas aprobaron el empleo de Light my fire para publicitar un modelo de Buick. Cuando el vocalista volvió de sus vacaciones, se indignó. Avisó que, si el anuncio seguía adelante, él destrozaría un coche Buick en cada concierto. Se devolvieron los 50.000 dólares acordados y pactaron un acuerdo restrictivo: cualquier cesión de sus grabaciones requería el voto unánime de los cuatro miembros.
John considera que esa música es sagrada, no diseñada para promocionar desodorantes o móviles. A la larga, acierta: la mística de los Doors se mantiene gracias a no cohabitar con intereses espurios. A corto plazo, el veto va contra el primer mandamiento estadounidense, el "hazte rico, lo más rico que puedas". Densmore reconoce que su derecho a la inmortalidad deriva de una casualidad: de no cruzarse con el genio dionisiaco de Jim Morrison, habría terminado tocando bossa y jazz ligero en cualquier hotel. Y lo mismo saben sus compañeros. Lo demostraron con dos infelices discos hechos tras la muerte de Jim.
Ya ven, uno de esos irredentos de los sesenta que no creen en la acumulación de bienes. John Densmore vive confortablemente con las regalías discográficas y los derechos editoriales de The Doors. No necesita comprar una mansión en la playa, un nuevo barco o lo que sea el último símbolo de riqueza en California.
Pocos comparten esa idea de que las canciones deben mantenerse inmaculadas. Tom Waits sí defendió a Densmore: "Las empresas vampirizan el sentido de las canciones, las impregnan con las promesas de que la vida será mejor con sus productos".
Otros resistentes son Springsteen, los Eagles, Santana, Neil Young. Se lo pueden permitir, cierto, aunque no siempre estén a la altura de sus principios: Young actuó en Rock in Rio, que es una orgía de patrocinios, branding y mercadotecnia. Y lo pagó, por cierto: los locutores de TVE que transmitían el festival se burlaron de sus pintas; aquel andrajoso jipi daba el cante en semejante pasarela.
Como siempre, prostituirse es una decisión personal; pocos lo hacen por gusto. En el caso del pop más reciente, hasta los que alardean de independencia son empujados a tragar. Malvenden sus canciones a agencias publicitarias, actúan en eventos que identifican lo indie con tal bebida, como parte de una estrategia secreta, a veces con planteamientos clasistas y racistas. Hubo un programa de TV, Hotel Babylon, que patrocinaba una cerveza cuyo nombre prefiero olvidar. En 1995, la central de Ámsterdam mandó un fax a la productora londinense: se estaba torpedeando el plan de marketing, atrayendo a "demasiados negros". Es ese tipo de indignas realidades lo que John Densmore consigue esquivar.
(mientras escribía este post, sonaba casualmente en mi reproductor When the music it's over - The Doors)
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